Desde mi etapa universitaria quise escribir
sobre un tema del que estamos permeados cada uno de quienes transitamos —con
beneplácitos y
sinsabores—
por ese tipo de enseñanza. Ahora saldo mi deuda, sobre todo con aquellos, que
sentados en un aula, conducen hacia un futuro a veces demasiado incierto.
Y sería ilógico imaginar que en el tránsito por
esos caminos no sobrevengan contratiempos, pues la propia heterogeneidad
tipifica la convivencia en donde también aprenden unos de otros. Mas, como
desdicha al fin, no siempre asoma la necesaria y sana retroalimentación, y
aunque suene paradójico, en varias ocasiones de quien menos se nutren los
alumnos es de los encargados de enseñar.
Hace poco, al preguntarle a un amigo
—aplicado, sin dudas— la razones por tanto estrés con una materia, me responde:
“la asignatura no es difícil, difícil es el profesor”, y luego de narrarme un
rosario de métodos nada paralelos con la construcción del conocimiento, deduje
que poco aprenderán del autócrata que nunca da un cinco, porque el único dueño
de esa nota es él, por solo citar un ejemplo.
Por si fuera poco, las clases —de 20 centavos
y cobradas a peso— despojadass de toda hermenéutica, convierten los 90 minutos
del turno en un extremo agotamiento psicológico, más devastador que los 90 del
fútbol y su respectivo desgaste físico.
“Con el 90 por ciento de la prueba hecha
bien, llegas a dos puntos, con el 95 a tres, con el 99 a cuatro…” sí porque el
ciento por ciento y el cinco ya saben de quién es ¿no? Y quizás no sea tan
exacta tal proporción y hasta deambule alguna exageración en el asunto, pero
quien ha desandado aulas universitarias por cinco o más años, sabe bien que ejemplos
como ese no llevan la ficción a cuestas.
Para poner el parche antes de las goteras con
confusión incluida, he de aclarar que no se trata de andar con paños tibios, ni
regalar las notas ni exacerbar el libertinaje como desean también muchos
educandos. Tampoco de satisfacer caprichos en donde a veces suele esconderse la
carencia de intelecto de algunos alumnos; sin embargo, puedo conformar una
larga lista de profesores recios, de quienes aprendí por su sentido de la
justicia, objetividad, y sobre todo, por su capacidad y talento para prender la
atención. O sea, no es necesario vestirse de villano para ganarse el respeto.
Y es que una de las claves esenciales para el
aprendizaje radica en la motivación. Mas, ¿Podrá sembrarse el contenido con
métodos inasequibles, inaccesibles para el cerebro, ya sea joven o no?, ¿cómo
fomentar el conocimiento a golpe de fusta? A tono con el lenguaje estudiantil,
“ese es un nazi” a quien seguramente no olvidarán sus estudiantes, y si ese es
el aliciente del disfrazado de pedagogo, que guarde el regocijo, porque lo
recuerdan, sí, pero pocas veces por lo que aprendieron de él.
No
asoman ni siquiera pinceladas de la mayéutica de Sócrates, ni los sistemas
pedagógicos de José de la Luz y Caballero, Félix Varela… Bueno, quizás esos
profe heredaron la enseñanza en los monasterios y hasta algún viso de
escolástica, fundamentalmente en referencia a los dogmas en los procederes.
Muchos de estos supuestos educadores alegan:
“yo tuve un profesor que era peor que yo, nos hizo pasar mucho trabajo en la
carrera, ni aclaraba dudas, no tenía compasión…”, ¡aaaah, ya!, se está
desquitando… En lugar de remediar el mal con su propio actuar, lo agrava, sin
saber que en sus aulas, quizás sin saberlo, tal vez a propósito, procreen otro
engendro con las mismas pulgas, vaya, para no perder la tradición. Entonces,
así se propagan los errores de la enseñanza.
El maestro en general, y específicamente el
universitario, ha de promover a gran escala el análisis, el razonamiento, todo
ello mediante el incentivo del estudio y la saludable interrelación en el aula,
no con la coerción de donde desgajan carencias humanas.
No debemos sorprendernos si tenemos en cuenta
que en la viña del señor podemos encontrar de todo, pero sí reaccionar, porque
no es sano engordar la vista ante circunstancias que involucran la formación de
un estudiante. Y lo ideal es que acudir al aula trascienda como una satisfacción
y no un calvario. Solo, objetivamente hablando, pensemos que el profesor indeseable
tampoco merece el cinco.
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