martes, 11 de diciembre de 2012

Entrar por Infanta…


  Entrar por Infanta no es precisamente transitar por la calle homónima de La Habana. Es más que eso, es un concepto complejo de raíces humanas y sociales.
  
 Y cuando nos damos cuenta es porque ya algunas reflexiones sobre ciertas labores pululan a nuestro alrededor; retumban en los oídos, ahí, calando el tímpano. Al abrirse las compuertas de la ira ciertas manifestaciones salen al ruedo y tasajean a esas personas de las cuales dependemos para validar un permiso, materializar una firma, un cuño, una disposición legal imprescindible para dormir tranquilos. Pero la insensibilidad desbarató las buenas intenciones de esas almas, de esos seres devenidos entes omnipotentes

  Algunos son benevolentes  y los redimen con expresiones salvadoras: “los pobres, tienen problemas, son seres humanos…” ¡Pero bueno! ¿y los demás?, ¿qué somos?, ¿hacia dónde vamos?, a veces ni eso sabemos. Como síntoma de la desesperación no encontramos a dónde acudir para resolver…  

 
Tales actitudes morosas provocan la repulsión hacia las oficinas cómplices de la demora, lugares donde la espera nace, crece, se reproduce y muere… Pues allí se engendran especímenes de parsimonia, carencia de educación, equivocaciones, dejadez, prolongaciones inauditas. Sirven de cimiento al mal humor, al embrollo, al trastrueque.   

  Después de contar hasta diez y hasta cien y hasta…, la paciencia se recuesta al límite, lo vacila y lo salta; así, desde el mismo borde, nacen los insultos y comentarios sobre los archiconocidos trámites. Pero el asunto muestra otras caras, el problema no radica únicamente en las demoras, sino en algunos entresijos que emanan de la cuestión de marras. Por ejemplo, no conozco dónde y cuándo asomó la frase “entrar por Infanta”, pero creí escuchar que si ingresas por ahí, todo es más fácil, más veloz…

  Cerca del oído, un señor me aseguró que cuando sostiene una solvencia monetaria y habita cierta comodidad en su bolsillo, ha optado por esa vía, incluso habló de tarifas y niveles de acceso. Otra, experta en asuntos similares, confesó que la demora no tiene justificación y brota de manera voluntaria, a propio intento para tentarnos a la sumersión en ese mar o en ese mal, llamado Infanta.   

  ¿Entraré o no entraré?, la duda comienza a golpearnos, como a Hamlet, y con las mismas dosis dislocadas del personaje shakesperiano. Entonces, transformamos el cerebro en esa calculadora de la vida presta para sacar las cuentas a corto y largo plazo, y así despejar la incertidumbre.

  Pobre de aquellos carentes de aptitudes para el negocio, quienes no conocen los cayos, ni “la Benny”, ni las boutiques ni… Para el trabajador honesto la puerta de Infanta es muy estrecha, mas, debe condimentar su desamparo con una espera interminable, con  “recondenaciones” capaces de disparar la presión arterial; y para no estallar suelen apretarse las mandíbulas, la de arriba contra la de abajo, mientras las orejas se encienden al rojo vivo.

  Lo impresionante es testificar las modalidades de reacciones y metamorfosis en quienes deben atendernos, cuyo sostén debe tener alguna trascendencia histriónica; así sobrevienen mutaciones del maltrato a la amabilidad, de la intransigencia a la flexibilidad, de la lentitud a la prisa y otras tantas. A ello súmese que en esos momentos los índices de interés sobrepasan los niveles, escalones, estructuras… En Infanta debe habitar algo divino o casi milagroso, algo así tan ideal como el Dorado de Cándido, el de Voltaire.

  En medio de tantos traspiés, nos topamos con las lomas de erratas: nombres mal escritos o ubicados en casillas incorrectas, expedientes e historias desaparecidos como por arte de magia. No obstante, el trago más amargo lo experimentamos cuando no aparecemos en la lista indicada, entonces el “corre corre” anuncia la hora de clamar favores o de lo contrario, utilizar el arma maestra, ya saben, ¡Infanta!

  Tantas negligencias nacen de la desconcentración, de la carencia de motivación y capacidades. Los humanos no somos perfectos, claro, nos equivocamos, pero, ¡no es para tanto!

  Si alguien prefiere no madrugar para alcanzar un preciado turno o pretende resolver un trámite a la velocidad de la luz, puede enrumbarse por Infanta. ¡Qué vergüenza! Entrar por terceros lugares para gestionar una diligencia, aun cuando afecte la economía de bolsillo y coquetee con la ilegalidad;  eso huele a bloqueo, sí, el interno.

  ¿Con qué tipo de cemento fabricaron los rostros de esos empleados?, ¿con qué nudos amarraron sus caras? Ya no alcanza el tesón, la persistencia deviene impertinencia y exigir derechos parece obra de otro planeta.

  ¡Ah!, Infanta es la capital de una geografía cerebral despiadada. Pero un día, cuando cierren las puertas de ese camino celestial, como dice una amiga, “la jugada se pondrá licra”, apretada y… ¡ay mamá!, “a llorar que se perdió el tete…” Confíen, esperen ese momento; al menos para soñar, no es preciso entrar por Infanta.   



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