viernes, 14 de diciembre de 2012

Érase una vez un plátano…


 
  Don Plátano Burro dormía aún amarrado a su racimo, había pasado la noche en presencia del salta que te salta de las ranas. En la mañana, sin quitarse las gotas de rocío, lo despojaron de aquel árbol frío devenido morada por más de dos meses y elucubró: al parecer voy de viaje.

 Una nueva vivienda le fue asignada, ¡tuvo suerte!: una caja de madera donde conviviría con decenas de colegas de su especie. Don plátano luchó por ser de los de arriba, así estaba menos apurruñado, y eso le permitió escuchar a un señor, gordo y sudoroso, hablar sobre un monstruo rodante llamado camión. Después de unos días de sol, luna, lluvia, perros orinando sobre él y otra vez ranas, llegó el transporte. ¡Al fiiiiinnn!

  Durante el trayecto tuvo mucho tiempo para pensar; de alguna manera intuía que esa travesía formaba parte de su destino. El mayor enigma para don plátano era descubrir qué grupo de distribución le correspondía, así se lo comentaba a uno de sus camaradas que lo acompañaban: “un primo mío de la familia de los plátanos fruta, siempre fue grande y bien parecido; un día lo recogieron para llevarlo a lugares de lujo y  hasta logró viajar, en avión por supuesto. Tú te imaginas que nosotros podamos….”           

  Un bache los desestabilizó por un momento, no obstante, prosiguió: “pero no todo es color de rosa, a otro primo, también de los de fruta, lo secuestraron; aquello fue tremendo revolico porque él apenas comenzaba a vivir, luego nos enteramos que le aplicaron unas inyecciones  y con ello troncharon su desarrollo, se puso feo, feo”.

  Luego de esta y otras historias, don Plátano y sus amigos llegaron a su destino, otros hombres con espaladas anchas los esperaban, no precisamente en calidad de embajadores, parecían mayorales prestos a maltratarlos, pero él también intuía que había nacido para eso.

  Después de pasar por el conteo necesario, don Plátano fue a parar a un rincón junto a sus concomitantes; por el olor dedujo que allí estuvieron sus amigas las Reinas Papas, pertenecientes a uno de los estratos más altos de la corte de las viandas. “¡Qué raro!, seguro cumplían con una de esas visitas esporádicas con frecuencia anual”.

  Tras rejas y desde la inmundicia donde debía permanecer, envidiaba a quienes circulaban libremente. De esa manera vio cómo asesinaban a su amigo el coco, luego de taparle la boca con una tira roja, lo lanzaron contra el piso. Allí, en las cuatro esquinas quedaron al descubierto sus masas blancas.

  Con el tiempo descubrió que a él y sus compañeros los nombraban mercancía, a todos, 
como si se tratase de un escuadrón. En ese ir y venir vio a sus hermanos de los llamados plátanos burros y sus primos machos y frutas, todos paseaban encima de una carretilla. Ahí recordó la historia contaba por don sapo en la mata: “cuando viajen en vehículos de dos ruedas halados por un humano, tengan la certeza de que valen más”. En esos momentos se deshizo de la poca autoestima que le quedaba y reflexionó: “A ellos demoraron en recogerlos en el campo, pero tienen una vida feliz”.   

  Su mejor compañero, quien lo escuchó durante el viaje, permanecía incondicional a sus historias: “ellos pertenecen al grupo de los excedentes, ese batallón es mayor de lo que piensa la gente. Son los sobrantes en un mecanismo llamado contrato, del cual yo formo parte, pero, ¿sabes qué?, aquí no nos encontramos todos los que debemos estar. Al parecer hay gato encerrado”.

  Cuando este burro desesperanzado se había acostumbrado a aquel rincón, percibió unos pies acercándose con afán de llevárselo; es verdad que cuando el mal es…, no valen guayabas verdes, mientras lo pesaban el inocente creyó estar en una especie de cuna y quedó rendido, ¡qué lástima!, no pudo evidenciar cómo el vendedor burló las matemáticas a la hora de maniobrar la pesa y el dinero.  

  De pronto, despertó y percibió un habitáculo mucho más reducido, la travesía la hacía en una jaba cargada por una mujer de cinco décadas de vida y de ellas, tres dedicadas al trabajo. Antes de hacer catarsis buscó a su interlocutor confidente, pero él no hizo el viaje. Una flaca larga, llamada habichuela, le dijo: “esta señora tuvo que dejar a tu amigo, pues existe un monto llamado salario que no alcanza para llevarse a todo el mundo”.

 Así, en un sitio azulejado, sintió como le quitaron la ropa; de la corteza dura salía un fluido que manchó de negro a aquellas manos asesinas y ante tal agobio, murmuró: ¡si tuviese las herramientas de Mochilo!

  El agua hirviendo no le inspiraba confianza, pero, cachaplún…; mientras el calor entraba en sus carnes rumiaba las injusticias de los azares. Al rato, un tridente de metal lo aplastaba una y otra vez y en medio de aquella agonía recordó a sus primos y hermanos excedentes, hasta a sus sobrinos manzanos que hace mucho tiempo no veía ya.

  Don Plátano previó el principio del fin de su existencia dentro de aquella cavidad que lo masticaba, pero por suerte sus últimas palabras le sirvieron de consuelo: Al final, yo, mis primos excedentes, los turistas y desaparecidos, todos, tenemos el mismo destino.               









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